Extracto de "Tu corazón no está bien de la cabeza"...
El psicólogo Manuel J. Smith hablaba de dos tipos de razones por las que el sexo decae en una pareja: el modelo de la ansiedad y el modelo de la ira.
En el primero, el modelo de la ansiedad, uno de los cónyuges, por la razón que sea, pasa por una fase de inapetencia (cansancio, una leve depresión) y el otro cónyuge le acosa o le presiona con chantajes de cualquier tipo (ya no me quieres, no eres lo suficientemente hombre o mujer, si seguimos así me divorcio), y esa presión consigue precisamente el efecto contrario al buscado: el reticente se va poniendo cada vez más nervioso, se encierra en sí mismo y acaba por ser sexofóbico.
En el segundo, el modelo de la ira, uno de los cónyuges está resentido por algo (le parece que el otro sale mucho o que le regaña demasiado, o que no es lo suficientemente cariñoso), un resentimiento que no se atreve a confesar, por lo que sea, porque quiere evitar discusiones a toda costa, o porque cuando se queja el otro le dice que exagera ( “te regaño por tu bien” o” ¿qué tiene de malo salir tanto?”) y ese resentimiento le impide compartir lo más íntimo que tiene.
Los dos modelos se refieren a problemas de comunicación y paradójicamente se dan en parejas muy bien avenidas de puertas para afuera, gente para la que la apariencia es muy importante. Gente que nunca discute.
Pero es que discutir es bueno.
Y no, no me refiero al tipo de “discusiones” que se promocionan en los programas de televisión sensacionalista, con gritos, humillaciones e insultos, sino más bien a la discusión fría, “parlamentaria” si se quiere, en la que se respetan los tiempos del otro, en la que se argumenta desde la razón y no desde la descalificación, en la que cada cual intenta exponer sus razones para intentar llegar a un acuerdo que más o menos convenga a ambas partes.
Mientras la tele basura nos proponga como único modelo de intercambio de ideas el gallinero histérico, el berrido estridente, el todo vale, el maltrato verbal y el abuso psicológico, la obsesión por derrotar al otro y no por negociar con él, y mientras tanta gente vea determinados programas a diario y se deje influenciar por ellos, es fácil que a muchos se nos olvide que las discusiones pueden ser civilizadas e incluso sanas, y que no tienen por qué convertirse en un espectáculo bochornoso que degrada a ambos implicados. La televisión influencia e incluso prescribe hábitos a un nivel mucho más exagerado de lo que la gente cree, y los adolescentes españoles ven, por término medio, tres horas diarias de programación sensacionalista. ¿No es hora de que nos plateemos un cambio de paradigma, un modelo más civilizado, más sano y, sobre todo, más feliz? La vida ya es bastante dura de por sí como para que no hagamos algo por disfrutar lo mejor de ella.
Lucía Etxebarria
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