Había una vez un pequeño pueblo a orillas de un hermoso lago, un lago grande de aguas cristalinas que daba vida y sustento a los lugareños. Con las aguas del lago cultivaban sus huertos y daban de beber a sus bestias y a ellos mismos; las aguas del lago servían para lavar la ropa y la loza. También enfriaban los forjados del herrero, disolvían los tintes del tratante de telas, formaban la masa del pan y, en suma, se empleaban en muchos otros usos de la pequeña economía local. Gracias a la calidad y fácil acceso a las aguas del lago la comunidad había prosperado desde que se había asentado en aquella ribera.
Puesto que el agua del lago era la vida y sustento de aquella población, se habían impuesto unas regulaciones muy estrictas para preservar su calidad. No se permitía verter aguas residuales de la actividad doméstica o artesanal directamente al lago, sino que se tenían que hacer fosas sépticas o usarse para riego, según el caso. Ésa era la regla general, pero de vez en cuando algunos hacían caso omiso y echaban sin más sus desechos al lago de manera más o menos disimulada. Ni que decir tiene que cuando se pillaba al infractor las multas y requisas que se le imponían eran muy considerables, aunque no todo el mundo era igual respecto a esa norma. Era notorio y conocido que el tratante de ganados (el mayor de la región) y el fabricante de telas (que comerciaba incluso con otros países) habían instalado unas discretas tuberías debajo de sus negocios que llevaban sus residuos siguiendo el lecho del lago, bien adentro de sus aguas; pero como daban trabajo a la mitad del pueblo nadie tenía demasiadas ganas de agitar las aguas. También se sospechaba que el Alcalde y algunos otros hombres importantes se las apañaban para descargar parte de sus aguas domésticas directamente en el lago; nadie les había visto hacerlo, pero sí que daba la impresión de que para ellos la carga de cuidar y cegar fosas sépticas de su casa era considerablemente menor que para los demás. El Alcalde siempre se jactaba de que él hacía una mejor gestión de los residuos en su casa, y lo solía jalonar, cuando no había damas presentes, con escatológicos comentarios sobre su aprovechamiento de los alimentos que los otros hombres solían recibir con viriles risotadas y secreta envidia - "Éste sí que sabe", se daban codazos guiñando el ojo, puesto que nadie se creía lo de su "mejor gestión de los residuos" y a todo el mundo le gustaría hacer lo que el Alcalde, pero no se atrevían. Tal vez por ello, buscando esos privilegios, los más descarados del pueblo optaban de tanto a tanto a la elección de Alcalde, aunque el Alcalde tenía tal trama de amistades y favores debidos (especialmente del tratante de ganado y del fabricante de telas) que era imposible desbancarle.
Un verano las aguas del lago bajaron más de lo que solían. Esto empezó a causarle problemas a la mayoría de los hortelanos y a los ganaderos. El tratante de ganados y el fabricante de telas se las apañaron para que a ellos no les afectase; el Alcalde legisló que ellos debían tener acceso preferente a las aguas ya que, al fin y al cabo, ellos aportaban la mayoría del trabajo en el pueblo y, si era preciso, el agua se podría traer de otros pueblos. Sólo que era tan caro y lento que en la práctica los campesinos no se lo podían permitir, y empezaron a pasar hambre. Los viejos del lugar les dijeron que aguantaran, que sequías así se habían visto en el pasado, y que las aguas volverían a subir. Pero llegó el otoño, el invierno y la primavera, y las aguas del lago no se habían recuperado gran cosa. Y así pasó un año y luego otro, y entre los habitantes de aquel pueblo (que ya había perdido algunos habitantes) comenzaba a cundir el desánimo.
Sucedió que un día de verano empezó a oler mal en el pueblo. Muy mal. Realmente mal. Una peste fétida y pegajosa. Pronto alguien vio de qué se trataba: las salidas de las aguas residuales de las industrias del pueblo estaban ahora a la vista, y su miasma era insoportable. Todo el mundo en el pueblo estuvo de acuerdo en que eso estaba mal, y el Alcalde les impuso severas multas a los dos industriales. Sin embargo, al poco y con la excusa de que esas empresas eran vitales para el pueblo el Ayuntamiento financió las obras para prolongar la extensión de las cañerías. Se dijo que las empresas no podrían acometer los gastos de hacer la depuración de sus aguas residuales en tierra y que al fin y al cabo el lago era grande y lo mejor era, dadas las circunstancias, seguir vertiendo al lago, sólo que más lejos. Mucha gente quedó disconforme con esta explicación y aún más con la solución propuesta, pero nadie osaba disputarle el mando al Alcalde, así que se hizo como dijo.
Pero el agua del lago continuaba bajando año tras año, y el problema de los residuos se hizo más y más acuciante. Por más que se alargaban las cañerías nunca era suficiente, y encima ésas eran obras costosas, que empleaban muchos hombres y madera (que comenzaba a escasear por la falta de agua) durante muchos días; y encima mantener los muchos metros de conducción era cada vez más gravoso. Aunque lo peor fue cuando se encontraron otras pequeñas cañerías, muy bien camufladas, que llevaban sin duda a las casas de varios de los concejales. El Alcalde despachó a sus ediles con oprobio, aunque hay quien empezaba a sospechar que una de esas cañerías llevaba en realidad a casa del Alcalde; y contribuyó a alimentar aún más esa sensación que los obreros que envió el Ayuntamiento para sellar esas salidas eran todos trabajadores de la fábrica de telas, y tardaron muchos días en acabar la obra y ésta se extendió mucho más allá de donde lógicamente tenían que haber trabajado. De hecho, la gente empezó a darse cuenta de que a veces el Alcalde ordenaba hacer obras que no tenían mucho sentido: un segundo embarcadero a pocos metros del primero, un nuevo granero cuando el primero no se llenaba... La gente comenzaba a murmurar; había quien decía que el Alcalde se llenaba los bolsillos cobrando del carpintero, del tratante de ganado, del comerciante de telas...
Cuando aparecieron los primeros casos de disentería la ira creció en el pueblo. Ya no sólo era que faltase el agua, es que cada vez era de peor calidad. La gente que aún quedaba en el pueblo había llegado al límite. Uno de los eternos aspirantes a alcalde vio su ocasión, y agitó el malestar en beneficio propio; hizo su programa de cambios basándose en observar lo obvio que no funcionaba: cada vez menos agua y de peor calidad, cada vez menos comida... y responsabilizaba al Alcalde de todos los males. Hubo un conato de revuelta rápidamente sofocada, luego otra, y al final se forzó la celebración de unas nuevas elecciones, que ganó el eterno aspirante. El nuevo Alcalde tomó de inmediato una batería de medidas para atajar los problemas causados por la "pésima y corrupta gestión" del anterior, que comenzó por ejecutar a su predecesor, y ejecutar o encarcelar (un poco arbitrariamente) a los anteriores concejales, a sus familias, amigos y allegados. Al final de un modo u otro la mitad del pueblo quedó en el camposanto o forzado, trabajando para el nuevo Alcalde. Y decimos Alcalde y no Ayuntamiento porque entre la batería de medidas anticorrupción estuvo la de no nombrar más concejales; todo el poder lo gestionaba él.
Con el nuevo Alcalde las cosas no iban mejor respecto al agua, pero fueron mucho peor en otro aspecto: el miedo. Un día un vecino comentó que de la vivienda del Alcalde (que era la misma que la del anterior, ya que se mudó allí de inmediato) seguía saliendo agua residual hacia el lago; en seguida el Alcalde lo hizo azotar y le condenó a trabajar forzado de por vida por difamación. Otro vecino denunció que el Alcalde había pactado con el tratante de ganado y el fabricante de telas antes incluso de las primeras revueltas, de modo que él respetaría sus negocios a cambio de su no intervención, cuando no de su apoyo. Este vecino desapareció una noche y nunca nada más de él se supo. Pero lo cierto es que mientras el resto de la gente iba cada vez peor el tratante de ganado y el comerciante de telas seguían como siempre... hasta que pasaron unos años más y sus negocios empezaron a verse gravemente afectados por la escasez de agua y su poca calidad. El lago casi se había secado, y la población de pueblo era ya sólo la décima parte de lo que había sido. Y no es de extrañar: al faltar el agua, de manera más indisimulada el tratante de ganados y el fabricante de telas iban esclavizando a la gente, con la cooperación del Alcalde, que iba imputando delitos cada vez más surrealistas a sus paisanos para dejarlos de forzados de por vida, si no habían escapado ya de esa pesadilla.
Un día llegó al pueblo un geógrafo, un hombre estudioso y muy viajado. Había oído de la prosperidad de otro tiempo del pueblo y se sorprendió al encontrar el sucio, sórdido y decadente poblacho donde sólo pudo encontrar una posada donde alojarse. Habían pasado sólo diez años desde el momento de mayor prosperidad, pero el pueblo rico de antaño parecía una miserable aldea. El lago, cuya orilla lindaba a pocos metros del pueblo, había retrocedido ahora casi un kilómetro. El geógrafo preguntaba y preguntaba al posadero, uno de los pocos hombres libres que quedaban gracias a que aún podía pagar los onerosos impuestos que había establecido el Alcalde, pero éste callaba temoroso de las represalias. Sólo el último día, cuando el geógrafo ya se marchaba, el posadero se sinceró un poco con él.
- "Al final" - dijo el posadero - "no sé dónde iremos a parar. La corrupción del agua no ha cesado y nos va acabar por matar a todos".
El geógrafo apuró su cerveza - el posadero le había recomendado que no bebiera el agua local ("le hará daño si no está acostumbrado a ella") - y miró al posadero a los ojos.
- "En realidad el verdadero problema es otro. No es que la corrupción del agua no sea un problema; deberían haber respetado siempre la calidad del agua como un bien preciado" - dijo el geógrafo mirando severamente al posadero, hasta que éste bajo la mirada avergonzado - "pero no es por eso que han llegado a esta situación de degradación actual. Si hubieran mantenido los niveles de contaminación y el agua no hubiera bajado, el lago hubiera podido asimilar toda su suciedad, como siempre lo hizo. Hombre, si su niveles de contaminación hubieran crecido sin control por supuesto que eso hubiera causado una crisis como la actual, pero resulta que no es el caso. No. Su verdadero problema es que el nivel del agua ha bajado y bajado sin control".
- "Pero, eso fue algo que vino así, sin que nosotros hiciéramos nada ¿Y qué podíamos hacer nosotros para evitarlo? ¿Cómo podemos hacer cambiar de parecer a la tozuda Naturaleza, si no quiere llover lo suficiente?", repuso el posadero.
- "No es verdad. Conozco bien la pluviometría de esta zona y ha sido constante durante el último siglo. Temperaturas semejantes, mismo régimen de vientos... No, la Naturaleza no ha tenido nada que ver aquí" - dijo el geógrafo, y continuó.
- "Mire, no es verdad que Vds. no hicieran nada. Vds. se llevaron el agua del lago" - el posadero le miraba incrédulo - "o más bien dejaron que se la llevaran. Cuando tenían pequeñas explotaciones y enterraban el agua sucia en los pozos negros ésta se filtraba por el suelo y volvía a la capa freática - el agua que hay en el subsuelo, quiero decir- y de ahí al lago. Incluso, si echaban el agua sucia al lago, las algas degradaban sus residuos y el agua volvía sin problemas a integrarse en el lago. Pero Vds. han dejado irse el agua, con todas esas grandes explotaciones, que se alimentan del agua de aquí: todas esas vacas que llevan a matar lejos, esos cultivos que comercian con ciudades lejanas, la madera que trafican, las telas que venden... Cuando pasaron a la explotación masiva que se llevaba los productos lejos de aquí, el agua que está contenida en todas esas materias no volvió al lago, y éste progresivamente fue secándose, secándose..."
- "¿Y ahora qué?" - dijo el posadero.
- "Y ahora" - dijo el geógrafo poniéndose en pie y cogiendo su sombrero - "todo depende de lo que Vds. decidan. Igual que siempre"
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