La pertenencia de un elemento a un conjunto no excluye la pertenencia de ese mismo elemento a otros conjuntos. Es por ello que un número limitado de conjuntos puede comprender la totalidad de elementos existentes sin necesidad de que intervenga la totalidad de conjuntos.
El siguiente catálogo abarca a la humanidad. Todos los hombres pertenecen a alguna o algunas de sus categorías, sin perjuicio de su natural dispersión en muchas otras clasificaciones, prácticamente infinitas.
El tonto...
Nada hay peor que discutir con un tonto. Es una batalla en la que sabes de antemano que la sangre derramada será la tuya. Lo más sensato, cuando se trata de intentar debatir con un idiota, es no hacerlo jamás. Darle la razón y dejarlo a un lado con sus estupideces. El problema es que en ocasiones existen intereses comunes cuyo éxito depende de convencer al tonto de que está equivocado y no queda más remedio que embarrarse. El esfuerzo, no obstante, es completamente inútil. Tus mejores argumentos, tus conclusiones más elaboradas, sonarán en su cabeza como una radio mal sintonizada. El tonto no entiende de razones objetivas. Él tiene otra opinión y punto. No hay nada que hacer. Sin embargo, sus eternos razonamientos, que son todos el mismo bajo ilimitadas formas distintas, te van minando poco a poco hasta la más absoluta desesperación. Es como chocar contra un muro una y otra vez hasta que comprendes la inabordable rigidez de su postura y terminas dando por bueno el uso de sus propias armas, consintiendo la huida hacia el absurdo y negociando en términos incomprensibles que sólo el tonto maneja con destreza y —en ocasiones así lo parece— cierta astucia. Intentas hablar su idioma. Acaso involuntariamente, renuncias a la lógica con la esperanza de un combate en igualdad de condiciones. Y siempre fracasas.
El creído...
Probablemente, no es especialmente listo. Ni especialmente guapo. Ni elegante. Ni simpático. Pero él opina exactamente lo contrario y en cada una de sus intervenciones lo deja manifiestamente claro. Vaya usted a saber por qué.
El egoísta...
Tú no le importas. De entre todas las opciones posibles, se elige a sí mismo. La cualidad humana comporta un mecanismo esencial sobre el que se sustenta casi todo el peso de la estructura ética de una determinada sociedad, que es la capacidad para ponerse en lugar del otro. La empatía nos permite comprender la alegría, la desesperación o el sufrimiento ajenos y actuar en consecuencia. Pero el egoísta, por supuesto, no es un psicópata. No necesariamente, al menos. Lo que sucede es que tú se la traes al pairo. Nunca piensa en tus circunstancias, en si necesitarás que te echen una mano o si las cosas te irán bien o mal. No es que al imaginarse en tu situación no piense “si yo estuviese pasando por eso, me gustaría que alguien me ayudase”. Simplemente, no se imagina jamás en tu situación. Si necesita algo de ti, rara vez se pondrá en tu piel para considerar el esfuerzo que tendrás que realizar o para analizar si se está extralimitando. Le da exactamente igual que en ese momento tú estés todavía más jodido que él o que te veas obligado a dejar a un lado tus propias necesidades para atender las suyas. Te lo pide y punto. Porque él lo necesita. Porque lo que necesiten los demás es algo que ni pasa fugazmente por su cabeza.
El más despreciable de todos los egoístas es el desconsiderado. El egoísta común sólo piensa en él. Toda la vida ha sido así, pero eso no significa que sea mal tipo. Sencillamente, no se acuerda de ti. El desconsiderado, sin embargo, es un hijo de perra. Sabe de sobra que está siendo un cerdo, pero eso no le impide comportarse como se comporta. Es el cabrón que no mueve un dedo a pesar de saber que sus insoportables hijos te están dando la tarde en el bar. Es el imbécil que despierta a medio vecindario vociferando en plena calle a las cuatro de la madrugada. Es el capullo que hace que tú llegues tarde porque él ha dejado el coche “un momentito” en doble fila junto al tuyo. No le costaría nada mostrar algo de respeto, pero el pobrecito es retrasado mental.
El cínico...
Es un maestro de la hipocresía y, sobre todo, un manipulador. Lo único que le interesa es obtener lo que quiere, y si para conseguirlo hay que trepar un poco, pues se trepa un poco, qué diablos. En ti no ve a un amigo, sino a alguien a quien utilizar. De hecho, sólo eres valioso mientras seas útil. Si en alguna ocasión hace algo por ti o renuncia a usarte en su propio beneficio, es porque sabe que puede obtener algo a cambio o porque teme desperdiciar una oportunidad, respectivamente. Y lo terrible en esos casos es que siempre te hará creer —o al menos lo intentará y su interpretación será asombrosa— que sus actos son desinteresados. La lógica interna de sus afirmaciones suele ir en dirección contraria. Él no llega a una conclusión apoyándose en los argumentos que considera más válidos. El cínico construye todo un razonamiento a partir de la postura que más conviene a sus intereses. Primero afirma y después fabrica su explicación, que será menos elaborada cuanto más inepto sea su interlocutor. Con un breve intercambio de impresiones, el cínico adivina perfectamente el nivel de la persona que tiene delante y dirige la conversación en provecho propio, valiéndose de sofismas y argucias dialécticas que garantizarán el éxito de la operación, convenciéndote de lo razonable de sus ideas, o lo que es peor, de que en realidad tales ideas son tuyas. Él sólo piensa en prosperar, caiga quien caiga. Le da igual lo humillante que para ti resulte sentirte utilizado. Primero está él. Sin embargo, esto no significa que no le preocupe lo que esté pasando por tu cabeza. Le preocupa. Por supuesto que le preocupa. Pero lo hace del mismo modo en que al jugador de ajedrez le preocupa el siguiente movimiento de su contrincante. Él cree que tus actos, sean del talante que sean, esconden siempre un interés personal similar al que impulsa todas y cada una de sus acciones. Porque en su mundo, por increíble que parezca, eso es la normalidad.
El prescindible...
No aporta nada.
El mentiroso...
Obviamente, dirá que no lo es. Más o menos igual que el resto de mortales. Por supuesto, el desconsiderado suele mentir. También lo hace el cínico. Pero el mentiroso no lo hace para ocultar su condición de hijo de puta o para manipular a sus semejantes. Simplemente, miente. Tal vez para darse algo de pisto, tal vez porque no tenga absolutamente nada interesante que contar. Quién sabe. Como esté más o menos seguro de que nadie entre la concurrencia podría desmontar su testimonio, se lanzará a la piscina. Lugares en los que ha estado, personas a quien ha frecuentado, acontecimientos a los que ha asistido… El tío se inventará todo lo que pueda hasta que el más mínimo descuido derribe su frágil castillo de naipes. En el momento en que el descreído de turno ponga en duda alguno de los ingredientes de su relato —lo cual sucederá antes o después porque el mentiroso siempre termina excediéndose—, emergerán la incoherencia, el balbuceo, el pretexto y la más reveladora de las señales: la indignación fingida. Lo mejor, cuando uno se encuentra con un mentiroso, es dejarle hablar. No conviene ponerle en evidencia, tanto por lo violento de la situación como por lo arriesgado de la faena. La de barbaridades que podría inventarse sobre uno en cuanto le demos la espalda…
El “bienqueda”...
Hay que tener cuidado con él. De naturaleza condescendiente, el “bienqueda” pretende agradar a todo el mundo y eso es imposible. Al contrario de lo que se suele decir, de su garganta no saldrán las palabras que quieres escuchar —de eso se encarga el cínico—, sino aquellas que no le comprometan y que al mismo tiempo no contradigan las tuyas. Es decir, nada. Es el perfecto prestidigitador. Si se encuentra en medio de una discusión entre dos amigos, jamás se posicionará. Se dedicará a relativizar los diferentes puntos de vista hasta que de ellos no quede ni la sombra. Difícilmente podrá alguien afirmar que se lleva mal con el “bienqueda” o que ha tenido un encontronazo con él. Y quiero recalcar eso de “difícilmente” porque, como he dicho, agradar a todo el mundo es imposible. Sin embargo, la táctica del “bienqueda” no consiste en quedar bien con todos, sino en quedar bien con todos aquellos con los que sabe que debe quedar bien, que es muy distinto. En cuanto la manada, en su práctica totalidad, decida linchar sin miramientos a alguno de sus miembros, el “bienqueda” se unirá a la marabunta. Porque si todos atacan a uno, es con todos con quien se debe quedar bien. Lo contrario es cosa de héroes.
El pesado...
No tiene sentido de la medida. Su virtud, para desgracia de los demás, es la constancia. Da igual qué uso haga de su carácter sofocante. Puede encarnarse en el puntilloso que a todo saca punta, en el aburrido que se empeña en contarte sus aburridas anécdotas en cuanto tiene ocasión, en el bicho raro que siempre habla de lo mismo aunque sólo le interese a él, en el conocido que se cree amigo y no duda en buscar tu compañía una y otra vez, etc. Es inaguantable y lo peor es que normalmente no se da ni cuenta. Poco se puede hacer. Su pesadez le hace invencible.
El inútil...
Es la víctima definitiva de la especialización. Sabe hacer muy bien lo único que sabe hacer, pero no sabe hacer nada más. El inútil se ahoga en el trivium y el quadrivium. Más allá de su hábitat, se limitará a observar cómo los demás hacen lo que hacen. No obstante, por mucho que observe, jamás aprende. Se sabe incapaz y ni siquiera lo intenta. Su iniciativa desapareció hace tiempo de la mano de la confianza en sí mismo. “Yo de esto no entiendo” es al mismo tiempo su espadín y su broquel. Lo más recomendable es procurar no tener que contar nunca con él, pero antes o después llegará el temible día en que no quede otro remedio que asignarle una tarea. Y ese día meterá la pata hasta el fondo. El inútil es ese tío que no sabe de mecánica, ni de cocina, ni de electricidad, ni de informática, ni de campismo, ni de fotografía ni de nada de lo que tú puedas necesitar en un momento determinado. Eso sí, su trabajo en el museo lo borda. Pregúntale por Francisco Ribalta. Se tirará horas hablando.
El bruto...
Su brutalidad, me temo, es intelectual. Le resbalan la literatura, el cine, la música… Le resultan indiferentes la ciencia y el arte, en general —lo cual, en el caso de la danza, es perfectamente comprensible—. No se puede hablar de nada con él, salvo coches, la fulana que se cepilló el sábado pasado y algún que otro deporte mayoritario. Normalmente no tiene malicia y es bastante inocentón, pero cuesta mantener una charla con él sin que la desesperación por encontrar algún tema de conversación no resulte evidente. Nunca leerá este artículo. Tal vez con razón.
El amargado...
Casi siempre está de mal humor y su ánimo se transmite por contagio. Da la impresión de que todo le molesta. Hasta la más insignificante de las cosas es objeto de su crítica. El plan que propones es un coñazo. La opinión de ese tío no vale para nada. Lo que le sucedió a no sé quién es una estupidez. El amargado ya se ha visto incluido en varias de las categorías precedentes y le ha parecido fatal haber sido descrito así. Si hay algo que atesore con cariño es su propio rencor. Se acuerda con precisión matemática de todo lo que le ha parecido mal y no permite que el tiempo o la distancia erosionen ese recuerdo. El número de hombres a su alrededor, a los que les está vedado el indulto, desciende inevitablemente.
El intolerante...
No respeta a nadie que sea diferente a él, que por otra parte es único. No sé si detrás de tan odiosa personalidad hay un severo complejo de inferioridad, un absoluto desconocimiento de la realidad o ambas cosas a la vez, pero su comportamiento es inaceptable. El desprecio, la soberbia y el recurso al insulto son sus señas de identidad. Suele creerse en posesión de la verdad y cada una de sus declaraciones es un verdadero juicio. En alguna ocasión he escuchado que lo que en realidad les sucede a las personas intolerantes es que tienen miedo. Desde luego, siendo como son, deberían tenerlo.
Extraído en su totalidad de...
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